Tener tuberculosis arruina tu mesilla de noche
Lo último que me esperaba al entrar en la consulta del médico el 17 de enero de 2022 era que me dijera que tenía tuberculosis, la verdad. Es inevitable que la cabeza se vaya a una escena de película en la que un personaje tose de manera muy severa sobre un pañuelo, lo aleja de su rostro y la cámara se acerca de manera dramática para mostrar la sentencia de muerte empapada en la tela: sangre.
Haciendo repaso de mi cuadro clínico, tenía todos los boletos: sí, mi tos era horrible; en efecto, también había tenido episodios de toser sangre. Me faltaba la cámara y el celuloide para certificar mi condición de fiambre en potencia.
Estuve en aquella consulta 15 minutos, de los que recuerdo con precisión aproximadamente unos dos y medio. La que ha sido mi neumóloga los seis meses posteriores me explicó con una empatía y una tranquilidad que no fui capaz de agradecerle lo suficiente que aquello sonaba muy mal pero que todo iría bien. Que me esperaba un tratamiento muy lento, pero que me iba a curar.
Y sí, ha sido lento.
Y, también, me he curado. O eso parece.
Estar enfermo es una mierda
No hay otra manera de decirlo. Sentir que se habita un cuerpo enfermo es una de las peores sensaciones que se pueden tener. No se trata de estar incapacitado, que por supuesto también, sino la fragilidad de sentir que una enfermedad te define.
Eso me ha pasado durante el último año: he habitado un cuerpo con el que he estado muy peleado porque no era capaz de comprender lo que me estaba pasando. Y cuando le pusimos nombre, al fin, tardé en entender qué caramba había hecho yo para tener una enfermedad que tuvieron en 2020 el 0,00003% de las personas en este país. Y sí, lo he calculado porque, en fin, qué mala suerte.
La tuberculosis llegó a mi vida y, sin saber muy bien cómo, se convirtió en el centro todo. Me arrebató la voz durante meses, me inflamó un pulmón, la medicación me dejó el hígado más regulín que regular, la fatiga constante ha sido la tónica general de mis días de tratamiento y, en fin, durante meses la conversación con cualquier persona de mi vida era la misma: ¿cómo vas de lo tuyo?
Y qué gusto tener gente que se preocupa por ti a tu alrededor, Dios me libre de quejarme de eso, pero qué bucle de mierda es hablar constantemente de que no estás sano. Y al final dejas de hacerlo, o simplemente construyes frases que no significan nada: bueno, ahí voy. Bien, ya sabes, como siempre. Al menos ya sabemos lo que es. Tirando, ¿tú qué tal?
No te das cuenta y estar enfermo se acaba convirtiendo en ser un enfermo. Esa conversación desplaza a todas las demás, con uno mismo y con los de tu alrededor. Y con el tiempo se va pasando, claro. Y a tu alrededor la gente se acostumbra y da por hecho que tu tos es horrible pero que, en fin, ahí está, y tú mismo haces tus bromas sobre ser un tuberculoso porque todo el mundo sabe que donde hay humor ya no hay dolor. Más o menos.
La mesilla
El primer cajón de la mesilla de noche debería tener un contenido inconfesable. Debería ser accedido siempre a oscuras, a tientas y con los propósitos más primarios.
En el primer cajón de mi mesilla de noche hay: Rimactán, Cemidón, Omeoprazol, Benadón, Naproxeno, NEXThaler, Rifinah, Pectox y Fluimucil. Y, sobre la mesilla, un pastillero. Uno muy guay, la verdad, porque tiene compartimentos independientes para cada día de la semana que puedes llevar encima si la situación lo requiere. Me lo tuve que comprar porque las dosis de los medicamentos que he tomado no son muy fáciles de recordar y me hacía la vida más fácil.
Tener un pastillero con 28 años no es algo que poner en tu bio de Tinder, definitivamente.
Hoy he tomado por última vez las siete pastillas que me han acompañado a diario estos últimos seis meses y no sé cómo me voy a sentir mañana. Mientras te medicas estás haciendo algo al respecto del malestar y ahora que a mí me toca dejarlo no sé cómo voy a reaccionar a la primera tos, el primer dolor de pecho o el primer carraspeo que se crucen en mi vida. Voy sin ruedines y me siento un poco extraño.
¿Tiro las pastillas que han sobrado? ¿Dónde guardo el pastillero? ¿Debería resignificar el primer cajón de mi mesilla de noche? Creo que habrá un proceso de abandono de la enfermedad y todo lo que ha traído a mi vida durante las próximas fechas.
El hueco
Dándole a la tecla no puedo dejar de pensar en el hueco que va a dejar todo esto en mi vida. He dedicado tanta energía y espacio a la tuberculosis durante el último año que ahora no sé ni por dónde empezar a llenarlo. ¡La de cosas que he dejado de hacer por la puta enfermedad!
Tengo aquí al lado un micrófono que llevo demasiado tiempo sin usar; imagino que poco a poco dejaré de tener una inseguridad atroz por estar fuera de casa más de tres horas seguidas por si tengo un episodio de tos incontrolable; seguramente un día me olvidaré la botella de agua y no pasará nada, porque la garganta ya no duele; y con casi total seguridad un día de estos me levantaré y no pensaré en abrir el cajón de la mesilla para tomarme las pastillas.