The Last of Us. Lo que dejamos atrás
Este texto no habla ni contiene spoilers de The Last of Us. Parte II. Más me gustaría poder hacerlos, pero no lo he jugado siquiera.
Matar es una mecánica más en videojuegos. Nos hemos acostumbrado a disparar, apuñalar, golpear, estrangular y todo tipo de formas creativas de acabar con la vida del amasijo de píxeles que tengamos delante. Ese es el trato que el jugador firma con el mando, al fin y al cabo: a partir de ahora nada de lo que pasa es real y todo está permitido.
Amamos poco en videojuegos. No lo echo de menos; la añoranza, como el miedo, tiene que ver con lo conocido, y no hemos aprendido a amar en videojuegos. No hay aquí ninguna moralina. No es mejor amar que matar, como tampoco lo es el azul que el amarillo. En el arte todo está permitido porque la moral es cosa de escuelas, padres y religiones.
Y, con esto y con todo, amamos poco en videojuegos.
Vengo de terminar The Last of Us (Naughty Dog, 2013) como fetiche preparatorio de su segunda parte, que nos llega en apenas unos días. También su expansión, Left Behind (Naughty Dog, 2014), que no había jugado en su momento. Me apetece mucho más hablar de esta última porque creo que redondea una ambición narrativa y creativa que, con sus canas y sus achaques después de estos siete años, sigue siendo sobresaliente en su medio.
Todo lo que recordaba malo de The Last of Us sigue ahí: sus tiroteos excesivos, una adaptación al castellano descuidada y soez y un gusto por los puzzles algo regulero. Todo lo bueno también se mantiene intacto.
Aquella escena sigue ahí. Estás subiendo y bajando de azoteas, sorteando obstáculos de la ciudad tratando de llegar al hospital donde está la promesa de un futuro mejor. De repente, Ellie ve algo que le fascina. «Corre, Joel, ven a ver esto», te dice. Cuando llegas a esa ventana apenas ves una bandada de pájaros huyendo. «Corre, Joel, corre, tienes que verlo».
Pasas de pasillo en pasillo. Dos, tres habitaciones, siempre con el vacío al otro lado de la ventana y la emoción de Ellie en aumento. Giras la esquina y ahí están. Jirafas. Jirafas en medio de la ciudad. Después de horas matando sin cesar, ahí están ellas, ajenas al mundo. Pastando.
Que Naughty Dog decida escribir esta secuencia es lo que la distingue de todos los demás. Jugar a Left Behind transmite la sensación de que ese espacio, ese pequeño hueco de la historia de Ellie, es el patio de juegos donde pudieron desarrollar esa visión del videojuego como medio narrativo con plenitud.
Apenas hay tiempo o recursos para construir dos o tres bombas y cócteles molotov. Dudo que haya más de 25 balas repartidas por todo el tiempo que dura la expansión. Esto no va de matar, va de sobrevivir, al fin y al cabo. Sobrevivir a uno mismo, que da mucho más miedo que cualquier mercenario desgañitado o cualquier chasqueador. Left Behind te obliga a sobrevivir al pasado de Ellie, a su infección y sus consecuencias. Al amor y a la pérdida.
Su violencia tiene poco que ver con las balas. Tiene más que ver, creo, con la culpa y la mochila que todos llevamos a la espalda. Una llena de decisiones, de las cosas que hicimos y las que dejamos de hacer. Cada viaje al pasado durante el tiempo de juego hace que el mando pese un poco más. Los recuerdos son más dolorosos que una puñalada cuando son los adecuados.
Amamos poco en videojuegos. Pero amar, igual que matar, significa mucho más en pequeñas dosis. Cuando amamos demasiado, cuando no sabemos amar, todo es una borrachera que te hunde en el olvido y los remordimientos a la mañana siguiente.
The Last of Us cae con demasiada facilidad en la borrachera del matar. Tal vez porque nos hemos vuelto insensibles a la violencia contra los píxeles. Sin embargo, Left Behind sabe amar en pequeñas dosis. Sabe amar porque su recuerdo duele más a Ellie que cualquier bala que impacte en su cuerpo.
Esta historia se atreve a contar que un primer beso marca tanto como un primer asesinato. Por eso sobresale, aunque podamos discutir su calidad.